09 octubre, 2006

 

"La verdadera humanidad de Fidel Castro está en este libro

Entrevista con Ignacio Ramonet, autor de "Fidel Castro. Biografía a dos voces
Rosa Miriam Elizalde

La conversación se inicia antes de la ronda de preguntas, en una entrevista que pasa por la emboscada de las cámaras. Se filmará para la Mesa Redonda de la Televisión Cubana, y mientras los técnicos y camarógrafos improvisan el set, a Ignacio Ramonet se le ve distendido y hasta bromeamos sobre un hecho aplastante: en sus intensas Cien horas con Fidel está casi todo lo que la humanidad periodística, de un lado y del otro de la verja política que indudablemente separa el ejercicio de nuestra profesión, habría querido preguntarle alguna vez al Comandante en Jefe.

«Usted es un gandío; no le ha dejado nada a sus colegas. Ni una hora». Y él se ríe, y casi se disculpa, y luego, en serio, comentamos las últimas noticias editoriales. «Está agotada en España la primera edición, y casi la segunda. Vamos para la tercera, que será idéntica a la que tendrán los lectores cubanos», cuenta. Las versiones en inglés, portugués y francés vuelan en las librerías, mientras se concilian contratos en otras lenguas. Ramonet acaba de pasar por Japón, donde firmó un acuerdo para la traducción y publicación del libro en ese país, y tiene noticias de que tres editores surcoreanos se disputan la edición príncipe en ese idioma. En Estados Unidos, donde se distribuyeron más de 40 000 ejemplares, el libro se vende en circuitos populares, con gran éxito.

Mientras habla, su expresión es de asombro. Reconoce que el libro ha navegado con enorme suerte, a pesar de la campaña internacional que se desató antes de que saliera de imprenta y a que celebraron por anticipado el hundimiento no solo de estas Cien horas con Fidel , sino de la credibilidad profesional del autor.

Pero de eso hablaremos más adelante, porque ahora se han encendido las luces, corre la cinta de la cámara y, por desgracia, no disponemos de cien horas, sino de solo 30 minutos para conversar, antes de que él salga apurado por la puerta a cumplir un intensísimo programa de presentaciones en medio mundo, empezando por Cuba.

—El pasado 16 de mayo usted presentó la primera edición del libro, que tenía unas 700 páginas. Pocos meses después, esta segunda edición tiene exactamente 800 páginas. ¿No debería llamarse ahora este volumen Más de Cien horas con Fidel?
—En realidad, las horas que yo pasé con él son las mismas. Lo que ha aumentado entre la primera y la segunda edición son las horas que Fidel ha pasado trabajando sobre sus mismas respuestas. La diferencia entre las dos ediciones es que en la primera él solo había podido ver rápidamente el volumen por falta de tiempo y por sus obligaciones. En la presentación de la primera edición, él mismo se dio cuenta, al releer el libro, que era necesario añadir precisiones que solo él podía hacer.

—No solo precisiones. Hay también importantes novedades.
—Son precisiones alargadas. Por ejemplo, voy a citar tres o cuatro que son importantes añadidos, porque como dice usted entre la primera y la segunda edición hay casi cien páginas de diferencia, sin contar las mil y una modificaciones que ha hecho, más bien de estilo. En la primera versión, se había conservado el tono conversacional, mientras que ahora le ha querido dar un carácter más escrito, porque se trata, lógicamente, de un libro.

—¿Qué modificaciones hay? ¿Qué añadidos?
—En la primera parte ha incluido múltiples modificaciones que describen mejor aún la infancia de un niño en el campo de la provincia del Oriente de Cuba entre los años 20 y 30. En la primera edición había un desequilibrio, que era un poco culpa mía, porque le hice muchas preguntas sobre el padre y pocas sobre la madre. Ahora añade unos párrafos muy personales, muy emotivos, sobre su mamá, que no se encuentran en declaraciones y libros anteriores a este.
«Otro añadido importante está en el capítulo de la Crisis de Octubre, donde incorporó a su respuesta las cartas que él le envió a Nikita Jruschov. No son inéditas, pero no todo el mundo las conocía. Él las entrega para que la gente pueda entender mejor las circunstancias en que se produjo una de las crisis más graves que haya vivido el mundo en los últimos 50 años».

—Absolutamente inéditas son las cartas que Fidel le envió a Saddam Hussein, y que aparecen por vez primera aquí.
—Cuando hablamos de la crisis de la guerra en Iraq, él me dijo: «Yo hasta le mandé un mensaje a Saddam Hussein, incitándolo a demostrar que no tenía armas de destrucción masiva y a que evitara el ataque». Eso aparece en la primera edición. En esta versión figuran, por primera vez y de manera integral, dos cartas que le envió después de la invasión de Iraq a Kuwait, a inicios de los ’90.
«También, está la versión más completa que haya dado él del golpe de Estado de abril de 2002, contra Chávez en Venezuela».

—Usted tuvo una gran primicia, porque es la primera vez que Fidel hace el relato detallado de los hechos relacionados con el golpe de estado en Venezuela y el retorno del presidente Hugo Chávez a Miraflores.
—Exacto. En la primera edición se entendía que él había participado, pero con muchos menos elementos. Mientras que aquí reproduce en detalle las conversaciones telefónicas que sostuvo con Chávez, con diferentes generales, etc., y se ve muy bien cómo él mismo vivió ese golpe de Estado. Creo que su intervención fue decisiva para que los hechos cambiasen en Venezuela en aquellos días.

—Usted ha hecho énfasis en que este libro de entrevistas no es un interrogatorio. ¿Qué quiere decir exactamente?
—Muchas personas en Europa, en España especialmente, me han dicho: «Usted no ha sido muy crítico, no le hace las preguntas molestas». He contestado que aquí están casi todas las preguntas sobre aspectos que se pueden discutir y algunos controvertidos en esta larga experiencia de casi 50 años de la Revolución cubana. Lo que no están hechas con un tono agresivo, ni con un tono de interrogatorio. El interrogatorio es para la policía. Un periodista no interroga. Un periodista hace preguntas, y la responsabilidad de las respuestas la tiene el entrevistado.
«Quería que tuviésemos una conversación. Lo he dicho otras veces: él jamás me planteó ninguna condición. Él se dejó llevar por donde yo decidí conducir la entrevista. Y no se me ocurrió jamás el interrogatorio, porque yo sabía que cualquier pregunta, por delicada que fuera, él la iba a contestar, con argumentos serenos y de peso. Y fue lo que ocurrió.
«Cualquier persona que lea este libro sin una opinión decidida, a favor o en contra de la Revolución, encuentra en las respuestas de Fidel una argumentación. No se excluyen muchos aspectos de la experiencia cubana que pueden considerarse problemáticos, a los que él siempre da una respuesta, a mi juicio, honesta y documentada».

—Entre mis notas del día en que se presentó la primera edición del libro, en el Palacio de las Convenciones, aparece esta frase de Fidel: «No fue una entrevista complaciente, a pesar de que las sabandijas lo han acusado de ello». También lo acusaron de que la entrevista era falsa, las fotos eran trucadas y de otras cosas. ¿Por qué se produjo esta reacción?
—En Europa existe la tradición de que, antes de salir el libro a la venta, si este es considerado interesante, los periódicos le piden al editor un extracto, que se publica días antes de la aparición del texto en librerías. Un gran periódico español (El País) le pidió la autorización al editor. Se publicó un fragmento amplio del último capítulo, el XXVI, que se llama «Después de Fidel qué». El documento iba ilustrado con una fotografía de la entrevista, en la que estamos Fidel y yo, conversando. Allí él habla de lo que podría ocurrir el día en que deje de tener la responsabilidad que tiene en Cuba. Apenas salió este fragmento, inmediatamente empezaron las críticas hostiles.
«Lo primero que se dijo fue: “Es una falsa entrevista. Ramonet no ha podido entrevistar a Fidel Castro, porque él lleva semanas muerto”. Segundo: “Es falsa, porque una parte de las respuestas está sacada de discursos”. Y tercero: “La fotografía es un montaje; se ha pegado una fotografía de Ramonet sentado en una silla, con otra, de otro momento, donde está Fidel”».
«Sin salir aún el libro, ya había un debate. La prensa, particularmente la de Miami, comenzó a especular. Titularon: “Periodista publica falsa entrevista con Fidel Castro”, y ese tipo de cosas. Cuando salió el libro, se dieron cuenta de que era muy difícil inventarse una entrevista de 700 páginas. Hubiera sido un trabajo extremadamente complicado. Y por otra parte, yo siempre expliqué que Fidel me autorizó —en algunas preguntas donde su respuesta era “Eso ya lo he contestado en tal artículo o tal discurso”— a reproducir esas ideas, de lo cual estuvo al tanto y en principio revisó.
«Las fotografías eran tan evidentemente reales, que se podían contrastar con una serie de documentales para la televisión, con siete horas de filmación, que se difundieron en muchos canales en Europa antes de la salida del libro. «En España se vendió el libro en grandes almacenes y librerías, acompañado de un DVD, con una hora de la entrevista. Se ve a Fidel dando las respuestas que estaban en el periódico. No hay trucos.
«Todos estos ataques, que no me sorprendieron, porque siempre que se habla de Cuba hay polémica, acabaron por derrumbarse. El libro ha circulado con mucho éxito».

—Pero no solo hubo ataques verbales, sino también represalias. En esos días usted fue expulsado de La voz de Galicia, junto a Ramón Chao y el director de ese diario.
—Exacto. La simple publicación de la entrevista con Fidel me valió que me cerraran el contrato en ese periódico, donde yo publicaba una crónica semanal. A pesar de que era muy conocido que estaba trabajando en ese libro, pues me pasé más de tres años sobre ese proyecto. Junto conmigo, salió del diario mi amigo Ramón Chao, que tenía una posición solidaria. Fue una represalia, claro.

—Maravillas de la libertad de prensa...
—Se da continuamente esta situación. Acusan a Cuba de tal o cual abuso, pero en realidad el abuso yo lo he padecido, porque he sido víctima de censura, en particular en España, simplemente por hacer mi trabajo de periodista. Este es el libro de un periodista. ¿Es necesario este libro? Sí, es necesario. De Fidel Castro y de Cuba se habla mucho, todo el tiempo, pero nunca se les da la palabra.
«En encuentros con lectores en España he conversado con gente que no necesariamente tiene una postura favorable a la Revolución cubana, y me ha dicho: “Por fin hemos podido ver los argumentos de Fidel Castro, y son sólidos”.
«Fidel Castro es una de las personas más censuradas en los medios de comunicación: se habla de él, pero no se le da la palabra. Eso no es correcto. Me parece que lo normal es que un periodista le dé la palabra a quien no la tiene. Si a esa persona además se le critica o se le hacen reproches, lo lógico es que pueda explicarse».

—Fidel ha estado trabajando duramente en el libro, antes y después de la operación. ¿Ha seguido usted al tanto de la reescritura?
—Constantemente nos hemos estado comunicando, a través de los asistentes de Fidel. Desde el día de la presentación en que él se comprometió a revisar el libro completamente, porque no lo había podido hacer a fondo, como quería, él se dedicó a esa tarea con mucha energía, con mucho entusiasmo, y yo, por supuesto, estaba al tanto. Teníamos proyectado presentar el libro en ocasión de su cumpleaños, y yo iba a venir antes para trabajar juntos en el avance de esa corrección, de esa reescritura.
«Espero que el esfuerzo que él hizo para escribir el libro no haya sido en parte la causa de su fatiga, de su enfermedad. Lo espero, porque me sentiría culpable. Conozco, también, porque él lo ha dicho, que apenas empezó a recuperarse consagró mucha energía al libro. A pesar de que su estado era de cuidado, como el de cualquiera después de una operación como la que él padeció. Él quería terminar a toda costa este libro para que estuviese listo para la Cumbre de los No Alineados».

—Fue su regalo especial para los Jefes de Estado...
—Ese esfuerzo es admirable. Testimonia el carácter de la persona. A pesar de que estaba disminuido físicamente, por la operación claro, su energía la consagró a trabajar, de manera muy seria. Cada uno podrá comparar la primera edición con la segunda, y verá las miles de modificaciones que hizo. Cumplió lo prometido, y el libro salió a tiempo.

—¿Cuándo y cómo se enteró de que su entrevistado había sido sometido a una operación muy delicada y su vida corría peligro?
—Fíjese, yo estaba en aquel momento bastante aislado. Hacía senderismo en Los Alpes, con mi esposa y mis hijos. Había cortado el ordenador, el televisor y el teléfono —bueno, el teléfono no, ya uno no vive sin él. Pero estaba en una zona tan alta y tan aislada, que el teléfono celular no tenía cobertura. Iba por un senderito y de pronto milagrosamente mi teléfono sonó. Era Radio Caracol, de Bogotá, Colombia. Y me dicen: «La televisión cubana ha informado que Fidel Castro ha sido sometido a una operación. ¿Qué comentario le merece a usted esto?». Así me enteré. Salí inmediatamente a buscar la televisión, y vi a nuestro amigo Carlitos Valenciaga —la televisión francesa y todas las televisoras del mundo transmitieron la proclama que él leyó—. Tuve una gran preocupación, como mucha gente en todo el mundo.

—Yo estaba en España ese 31 de julio. La prensa allá reaccionó primero con morbo y después con estupor: no entendían por qué había tanta serenidad y tranquilidad en Cuba. Junto a todo eso sobrevino una avalancha de opiniones de los «transiciólogos». ¿A usted le sorprendió la reacción del pueblo cubano?
—Desde luego que no me sorprendió. La mejor prueba es que yo abordo el tema en la introducción del libro, algo que también me ha sido reprochado con frecuencia. Si recuerdas, digo que mucha gente especula sobre lo que ocurrirá en Cuba el día en que Fidel, por cualquier razón natural, ya no esté. Sobre todo, porque comparan a Cuba con lo que pasó en los países del Este, cuando se hundió la Unión Soviética. Y añado en la introducción: se equivocan. En Cuba no pasará nada de esto, porque sencillamente Cuba no es un país del Este, donde la Revolución fue traída por soldados de la Unión Soviética. En Europa no surgió del interior de esas sociedades, aunque hubiese personas que deseaban esa Revolución. Mientras que en Cuba la Revolución fue un fenómeno endógeno, surgido aquí, ligado a su historia.
«Por otra parte, por mucho que la gente especule sobre el descontento que pudiera haber, la mayoría de la población se adhiere a este sistema. Cuando aquí se produce este accidente de salud, cuando de manera institucional hay una transmisión provisional de responsabilidades, lo que está pasando era lo que podíamos predecir que iba a pasar. A mí no me sorprendió, como no le sorprendió a usted, y a muchísima gente. Era lo más natural.
«Especular lo contrario proviene de la gente que se engaña con sus propias mentiras. Que acaba por creer sus propias mentiras y pierde la capacidad del análisis objetivo para ver una realidad. Este es un país donde, en 47 años, no ha habido insurrecciones populares, como las ocurridas en los países del Este. Esto tiene alguna significación, y no se puede explicar con el argumento de la represión. A pesar de la represión, se sublevó la gente en Polonia, en la República Democrática Alemana, en Rumania y en Checoslovaquia. En Cuba, la reacción de la gente no tiene que ver con la represión.
«Los “transiciólogos” deberían haber leído el libro. Fidel en un momento dado me pregunta: “¿Usted me está hablando de la transición?”. Y yo le respondo: “Sí, sí, de la transición. Hábleme de ella”. Y lo aborda de la manera más natural. “En este país hemos tenido que hablar de eso desde el principio”, dice. “Porque ha habido 600 tentativas de atentado contra mí. Hemos tenido que pensar desde el principio qué pasaría, si yo no estuviera aquí”. La manera en que se va a dar esa transición está más que institucionalizada. Por tanto, la sorpresa solo fue para la gente que no quería ver la realidad».

—¿Es verdad que usted fue miembro de una célula «castrista» en Tánger?
—Tanto como célula no, porque el grupo lo creé yo. Cuando yo era niño, tendría 12 o 13 años, en 1956, frecuentaba una peluquería en Tánger. El peluquero era un señor que había estado mucho tiempo en Cuba, español pero apegado a la Isla. La revista que él ponía para entretener la espera de los clientes, era Bohemia. Curiosamente yo empecé a leer en la Bohemia, en sus páginas color salmón, las crónicas rojas con testimonios de las represalias de la dictadura. Una cosa llevó a la otra: descubrí la personalidad de Fidel Castro, las acciones del Movimiento 26 de Julio. La prensa no hablaba de esto aún. Cuba ni se conocía. Estaba demasiado lejos de las preocupaciones internacionales. Pero yo creé en el Instituto un pequeño grupo de simpatizantes castristas y del Movimiento 26 de Julio. Habíamos seguido el rapto de Fangio, del que se habló un poco. Seguimos los progresos hasta el triunfo de la Revolución, que sí fue un suceso que recogió la prensa internacional.

—¿Por qué ha dicho que muy tempranamente fue simpatizante de esta Revolución y no de otra?
—Yo vivía en Tánger, Marruecos, y lo que me preocupaba, siendo todavía niño —como a muchas personas de mi generación— era la descolonización. Nací en 1943. No pertenezco a la generación cuya verdadera batalla ha sido el fascismo-antifascismo. Esa fue la generación de mis padres: mi padre hizo la guerra de España; mi madre era militante sindical.
«Pertenezco a una generación cuya batalla central, durante su adolescencia y los primeros años de la edad adulta, es colonialismo-anticolonialismo. En particular, la liberación de los países colonizados. En primer lugar, de Marruecos, que se independizó en 1956, después de una lucha interna. Y también de Argelia, país vecino donde yo había vivido, que comenzó su lucha por la descolonización en 1954. Cuando apareció Cuba en mi vida, estábamos en plena guerra de Argelia. Y en la clase donde yo estaba estudiando, algunos compañeros míos eran argelinos refugiados en Tánger por la represión en su país.
«En ese contexto, lo que ocurría en Cuba lo valorábamos como la lucha por la liberación de un tipo de colonialismo, que se traducía en el imperialismo o el neocolonialismo del régimen que tenían ustedes aquí. Por eso la Revolución cubana nos parecía algo muy original —no era del tipo soviético y tampoco se parecía a la china. Era y es muy singular, y surge a partir de una tradición histórica, aunque hay influencias marxista-leninistas. Estaba la ascendencia martiana, que en aquel momento yo no podía identificar, que le da un carácter de entroncamiento con el movimiento de liberación latinoamericano, cosa que está muy bien explicada por Fidel en el libro, en el primer capítulo. Dice que la Revolución cubana tiene mucho que ver con la liberación de América Latina y las guerras de independencia, y que se inscribe en ese tipo de trayectoria. Y no en otra».

—«Hoy Ramonet me conoce más a mí que yo mismo». Lo dijo Fidel. ¿Es verdad eso?
—No, en lo absoluto. Lo dice porque es muy generoso. Solo he podido compartir con él unos días de su larga vida, en esa conversación. He tratado de dar mi visión de él, de su vida cotidiana profesional, e intenté traducir eso de manera honesta y objetiva. Él es así, como se describe en el libro. No es un ser doble: no es de una manera en un momento, y otras veces de otra. Creo que si uno lo ve regularmente durante una semana o durante diez días seguidos, se da perfecta cuenta de que él es así, sin comportamientos ocultos, o diferentes, o contrarios. Por supuesto que hay muchísima gente que lo conoce más que yo, porque lo han frecuentado durante años a lo largo de su vida.
«El interés que despierta el libro se debe a que, a lo largo de esta conversación, él cuenta su vida. Una vida vista desde el interior. El libro tiene un argumento casi de novela policiaca, que es: ¿cómo este niño de Birán se transforma en Fidel Castro? ¿Cómo un niño nacido en un pueblo que ni siquiera es un pueblo, en un contexto rural y poco desarrollado —sin electricidad, sin casi nada—, en una familia relativamente conservadora, educado en escuelas religiosas católicas conservadoras; cómo ese niño, repito, se transforma en uno de los principales revolucionarios del siglo XX? Este es el misterio y el hilo conductor de la conversación».

—En la presentación de su libro en España, donde se titula Fidel Castro. Biografía a dos voces una escritora a la que admiro muchísimo, Belén Gopegui, aseguraba que «en los días más oscuros, como en los días más claros, la historia que se cuenta en este libro va a permanecer». Los cubanos sabemos muy bien que esta historia, efectivamente, perdurará. ¿Y el libro? ¿Qué perdurará de esta edición que pronto tendrán en sus manos los cubanos?
—A mí me gustaría que quedase de este libro la posibilidad que tiene el lector de acercarse, de manera muy íntima y muy personal, a alguien como Fidel Castro. Alguien que siendo una persona muy pública, es también muy reservado. Un hombre tímido, al que no le gusta hablar de sí. El lector y la lectora van a seguir una conversación en la que él habla de él, aunque se esté refiriendo a la política internacional, a la gran política, y a la Revolución. Cuando se refiere a hechos aparentemente ajenos, uno siente que está hablando en definitiva de él mismo, de su visión de procesos esenciales en los que ha estado involucrado.
«Lo trascendente del libro es este acompañamiento, esta cercanía a una de las personalidades que más ha marcado la segunda mitad del siglo XX y el principio del XXI. Una persona que no es nada arrogante, que por momentos trata de reducir su propio papel, sin que esto lo disminuya —todo lo contrario—. Alguien que reconoce que ha tenido tal o cual duda. Honestamente, creo que la personalidad y la verdadera humanidad de Fidel Castro están en este libro».

Ignacio Ramonet
Nació en Redondela, Pontevedra (Galicia), el 5 de mayo de 1943. Es doctor en Semiología e Historia de la Cultura y catedrático de Teoría de la comunicación. Especialista en geopolítica y estrategia internacional, y consultante de la ONU. Actualmente imparte clases en La Sorbona de París. Desde 1999 dirige Le Monde Diplomatique y Manière de voir. Es también cofundador de ATTAC y Media Watch Global, y uno de los principales promotores del Foro Social Mundial. Ha publicado, entre otros libros, La golosina visual (1985), Cómo nos venden la moto (con Noam Chomsky, 1995), El pensamiento único (con Fabio Giovannini y Giovanna Ricoveri, 1996), Un mundo sin rumbo (1997), Rebeldes, dioses y excluidos (con Mariano Aguirre, 1998), Propagandas silenciosas (2002), Iraq, historia de un desastre (2004), ¿Qué es la globalización? (con Jean Ziegler, Joseph Stiglitz, Ha-Joon Chang, René Passet y Serge Halimi, 2004) y Cien horas con Fidel/Fidel Castro, Biografía a dos voces (2006).

08 octubre, 2006

 

El Che murió como vivió: lleno de optimismo

General de Brigada Harry Villegas Tamayo (POMBO)

Los diez años más importantes de la vida del General de Brigada Harry Villegas Tamayo fueron al lado de Ernesto Che Guevara. Ese es uno de sus mayores orgullos. Oriundo del poblado de Yara, es conocido mundialmente como "Pombo", nombre que utilizó en las guerrillas internacionalistas en el Congo y Bolivia. También le llamaron de esa manera en las ocasiones en que durante 12 años estuvo cumpliendo otras misiones internacionalistas. En un libro que publicó y que lleva como titulo: "Pombo: un hombre de la guerrilla del Che", ofrece una amplia información de la gesta boliviana basado en su diario de campaña. Durante sus estancias en Cuba ha desempeñado diversos cargos en las Fuerzas Armadas, desde participar en Ciego de Ávila en la "Operación Mambí", hasta permanecer durante siete años como Jefe de la Brigada de la Frontera, después su labor educativa como Jefe de la Sección Política del Ejército Occidental o actualmente cuando se desempeña como Secretario Ejecutivo de la Asociación de Combatientes de la Revolución Cubana. Este militar tan sencillo como audaz; tan valiente como sincero; tan temerario como leal, muestra orgulloso en su pecho la Estrella de Héroe de la República de Cuba. Si el Che pudiera verlo estaría feliz de que este hijo suyo no haya olvidado las patrióticas lecciones que él comenzó a darle en la Sierra Maestra y terminaron en la Quebrada del Yuro
(Tomado del libro Secretos de Generales)
LUIS BÁEZ

—¿Qué imagen guarda de sus padres?

—Recuerdo a mi padre leyendo, especialmente sobre temas históricos, aunque su oficio era la carpintería. También gustaba mucho del ajedrez. La gente le tenía mucho cariño, quizás porque siempre lo daba todo, era muy extrovertido. Una persona sumamente sincera.
En cambio mi mamá era distinta, ella era muy reservada; quizás por su origen campesino o por su descendencia africana directa por parte del padre. Pero era muy trabajadora, llegó a tener pequeños negocios en Yara, Las Tunas y Palma Soriano. A los dos los recuerdo con un amor inexpresable.

—¿De dónde es usted?
—Mi origen es campesino, nací en las inmediaciones de la Sierra Maestra, en el pueblo de Yara. Me crié en un ambiente muy particular, ya que la historia que rodeaba nuestra zona influía directamente en cada habitante: en Yara quemaron al indio Hatuey, recordado por su resistencia ante los conquistadores de España, y allí también se dio el "Grito", el primer combate por la Independencia de Cuba. Todo eso creaba un sentimiento patriótico en la juventud. Recuerdo que la celebración del 10 de Octubre era algo muy solemne, de gran importancia.
Particularmente para mí, nacer en Yara fue esencial para el desarrollo posterior de mi vida.

—¿Dónde pasó sus primeros años?
—La enseñanza primaria la hice en la escuela Carlos Manuel de Céspedes. Después continué los estudios en Manzanillo, a la par que trabajaba en un comercio. Estuve un tiempo con los boy scout de la Iglesia Católica, aquí me daban un ticket que iba reuniendo y al final del año podían ser cambiados por juguetes, por otra parte asistía a los cultos de la Iglesia Protestante, porque aquí me daban un dulcecito. Estas eran las cosas que los muchachos de mi edad hacían. También me sentía atraído por el cine y como no le podía pedir todos los días una peseta al viejo para ir a ver una película, conseguí que me dejaran pegar en las paredes los pasquines de los filmes; de esa manera tenía asegurada mi entrada. Incluso durante un tiempo fui el locutor del cine del pueblo, anunciaba la película y me pagaban un peso.

Llegué a ser posteriormente el administrador de este. También me gustaba jugar pelota.

—¿Qué base?
—Jugaba la primera base. Una tarde fuimos a San Ramón y cuando llegamos me encontré que el juego estaba suspendido por lluvia. Se negaron a pagarnos el pasaje y tuvimos que hacer una colecta entre los vecinos para regresar. Pero sobró dinero y nos dimos unos tragos antes de volver. Cuando llegué a mi pueblo, era tarde para abrir el cine y el dueño me botó.

—¿Qué hizo el 10 de marzo de 1952?
—Yo tenía un hermano que militaba en el Partido Ortodoxo, era concejal y se metió en la lucha contra la tiranía. De esa forma, caigo también en el enfrentamiento a Fulgencio Batista.
Me incorporé a una célula en la que se encontraban Leopoldo Cintra Frías (Polo), Teté Puebla, Manuel Lastre y otros compañeros. Empezamos a realizar diferentes actividades: interrumpir el alumbrado eléctrico, regar tachuelas, etc.

—¿En qué momento decidió irse para la Sierra Maestra?
—En esa lucha me detuvieron tres veces. Era muy peligroso mantenerme en el pueblo y decidí irme para la Sierra Maestra en unión de siete compañeros.

—¿Se encontraron con los rebeldes?
—Nos tropezamos con Gerardo González (le decían El Sapo), él comandaba un pelotón de escopeteros que operaba en la zona. Con ellos participo en mi primera acción de guerra.

—¿En qué consistió?
—Hicimos una emboscada a una patrulla que se movía en la carretera de Manzanillo a Bayamo. Logramos capturar algunas armas, aunque los soldados tiraron varias al río.
En un momento del combate aparecieron unas tanquetas pintadas de negro que nos abrieron fuego. Eso nos obligó a darnos a la fuga. Algunos cogieron hacia Bayamo. Yo me fui para Manzanillo con la intención de internarme en la Sierra. No fue fácil agruparnos. Me quedé merodeando por el llano.
El ejército, que nos había seguido, logró cercarnos. En la noche, logré escabullirme y tomé camino a las montañas.

—¿Hacia qué zona?
—Llegamos a Canabacoa, a casa de un campesino que tenía una panadería. Comimos pan y al otro día continuamos la marcha. Nos encontramos a un grupo de combatientes del Ejército Rebelde. Era un pelotón dirigido por el chino Idelfredo Figueredo, de Santiago de Cuba. Pertenecían a la Columna del Che.

—¿Qué sintió cuando estuvo frente al Che?
—Una impresión muy fuerte. Ya el Che era una leyenda viva. Me hizo varias preguntas. Le dije que era hermano de Diógenes Villegas, que estaba en el mortero con Pepín Quiala. Le pedí que me aceptara. Yo llevaba un fusil 22. Se resistió. Me dijo que no podía quedarme: ¿Crees que vos vas a poder combatir con ese fusilito? Con eso no se puede hacer la guerra; allá en el llano están los soldados, baja y desármalos.

—¿Bajó?
—Qué remedio me quedaba. Pero con tan mala suerte de que me vio un chivato y me denunció.

—¿Adónde se dirigió?
—A hacer contacto con mi familia. Estando en casa, tocaron a la puerta. Eran los soldados. Pude irme por una salida trasera y me escondí en un platanar. De ahí me marché para la vivienda de uno de mis hermanos.
A los pocos días me fui para el antiguo central Sofía. Logré, con algunos amigos, conseguir unos revólveres y una escopeta. Con ese armamento regresé al monte. Localicé nuevamente al Che.

—¿Y lo aceptó?
—Esta vez sí. Me dejó en el pelotón de la Comandancia. Empecé a cargar mochilas, servir de mensajero, o sea, ganándome la posibilidad de ser guerrillero, a la vez que asistía a la escuelita que él había organizado. En esos momentos estaba en la Pata de la Mesa.

—¿Quién impartía las clases?
—El propio Che.

—¿Qué materias?
—Historia de Cuba. Nos hablaba de Antonio Maceo, Máximo Gómez y otros patriotas, de la grandeza de sus acciones desde el punto de vista militar, la táctica empleada, etc.
También estudiamos las obras de Marx, en forma comentada. Nos explicaba detalladamente cada concepto. Igualmente nos enseñaba Matemáticas. Hasta que lo designaron para Minas del Frío.

—¿Qué tareas realizaron?
—Comenzamos a levantar casas para instalar la escuela, el hospital, etc. El enemigo detectó, desde el aire, esas construcciones.
Trajo como consecuencia que diariamente recibíamos una lluvia de balazos de ametralladoras y racimos de bombas procedentes de los aviones.
El Che lo sabía y lo tenía como un elemento de depuración de la tropa, porque nos formaba y la gente al escuchar la presencia de la aviación se aterraba.
Rompíamos la formación y se formaba un correcorre tremendo. En todo ese tiempo no hubo heridos por los aviones, pero sí hubo cientos de lesionados por la desbandada que se armaba.
Después que pasaban los aviones siempre había un grupo que decidía abandonar la guerrilla. En ese campamento varios compañeros tuvimos un fuerte encontronazo.

—¿Con quién?
—Con un norteamericano llamado Herman Mark, que había sido combatiente de la guerra de Corea. Era una gente que tenía dominio de la táctica y lo pusieron a entrenarnos. Muy exigente, déspota y además glotón. Un gran hp... Le teníamos un odio del carajo.
Eso provocó que se formara una especie de sedición. Nos negamos a seguir recibiendo sus instrucciones. El Che se hallaba de recorrido. Al regresar al campamento se encontró esa situación.

—¿Qué hizo?
—Tomó medidas muy drásticas, propias de su carácter. Al responsable de la insubordinación planteó fusilarlo. A mí y a otros compañeros, tres días sin comer. En medio del problema, llegó Fidel.

—¿Se enteró de lo ocurrido?
—Sí. El Che se lo informó. Después que hablaron un largo rato, el Comandante en Jefe decidió rebajarle la sanción a todo el mundo. Al que tenían previsto fusilar, lo castigaron a tres días sin comer y al resto un día sin ingerir alimentos. A los que no estaban muy involucrados los exoneraron de responsabilidad. Para mí constituyó una importante enseñanza. Después tuve otro altercado con el Che.

—¿Cuál fue la causa?
—Me mandaron al llano, por la parte de Campechuela, a buscar miel. Subí cargado de miel. Llegué a casa de un campesino y me brindó café. Le pedí que me diera una botella y la llené de miel y se la regalé para endulzarlo.
Cuando llegamos al campamento uno de los acompañantes se lo informó al Che. Como era el Jefe del grupo me pasó la cuenta.
Me llamó, reprimió y me dijo que cómo era capaz de coger algo que era propiedad del colectivo y distribuirlo. Fue una nueva lección. Después me mandó un tiempo con Fidel.

—¿Con qué intención?
—A fortalecer, en unión de otros compañeros, las fuerzas rebeldes que estaban combatiendo en El Jigüe y para que nos fogueáramos ya que éramos muy jóvenes.

—¿En qué lo pusieron?
—Fidel nos mandó a que todas las noches teníamos como tarea hostigar al ejército: tirándole tiros, hacer sonar latas para no dejarlos dormir.
En un momento determinado me enviaron a reforzar la emboscada que estaba ubicada en La Plata para rechazar a un batallón de la tiranía que venía en apoyo de la tropa del comandante José Quevedo. Tuvimos que combatir duramente.
No se me olvidará que iba por la loma y sentía que me caían los cañonazos al lado. Miraba y no veía a nadie. Me preguntaba cómo podían saber dónde estaba. Tuve que abandonar el camino y meterme a campo traviesa, hasta que llegué a la Comandancia.
Después me explicaron que los disparos provenían de una Fragata que contaba con un equipo de visión larga (GMT).

—¿Cómo le fue en la Comandancia?
—Nos encontramos con un tipo llamado Puebla que era muy anticomunista. Al vernos dijo: "Llegaron los comunistas del Che". Yo no tenía ninguna noción del comunismo pero ese anticomunismo nos lo quiso cobrar a nosotros.

—¿De qué manera?
—El primer día nos dio un cubo de congrí con malanga. Al otro nos puso el mismo cubo y al tercero repitió la operación. Ya esa comida tenía muy mal olor. No había quien se la comiera. La rechazamos. Nos dijo: "bueno, ya no hay más comida".
Fuimos a ver a Celia Sánchez y le explicamos que llevábamos varios días sin comer. Enseguida mandó a darnos alimentos a la vez que nos comentó: "Miren, niño que no llora no mama".

—Después de la victoria en El Jigüe, ¿se quedó con Fidel?
—No, fuimos enviados nuevamente para la tropa del Che. Antes de irnos Fidel nos entregó algunas armas. Cogí un fusil ametralladora Browning con un montón de peines. Yo era muy flaquito, Fidel se quedó mirándome y me preguntó: "¿Tú crees que puedas con eso?" Le respondí: "¡cómo no voy a poder!" Nunca me había echado una cosa así al hombro.
Cuando estaba sentado no lo sentía pero al subir las lomas me lo sentía en el alma.

—¿Dónde estaba el Che en esos momentos?
—Había tirado un cerco desde Las Vegas a las Mercedes para impedir que el ejército avanzara. Me quedé atrás debido al enorme peso que cargaba.
Al llegar me metió una nueva bronca. Le comentaron que me había quedado durmiendo en casa de un campesino. Me volvió a castigar.

—¿En qué consistió el castigo?
—En no portar armas durante toda la guerra.

—¿Lo cumplió?
—Afortunadamente no. Cuando se le quitó el encabronamiento le expliqué lo ocurrido. Lo comprendió y me cambió la Browning por una ametralladora San Cristóbal de origen dominicano.
Posteriormente participé en los combates de Las Vegas de Jibacoa, Las Mercedes y otros, hasta que vinimos en la Invasión.

—¿Tenía alguna responsabilidad en la Columna?
—Formé parte de la Comandancia, tenía la misión de enlace. Iba constantemente de un extremo a otro de la Columna a buscar información. Por eso siempre digo que hice la Invasión dos veces.
La hicimos en condiciones muy difíciles, adversas, complejas, caminamos en las peores condiciones.
Pasamos por momentos muy peligrosos, como fue el cruce de la trocha de Júcaro a Morón y el combate en Cuatro Compañeros. Además, sin comida. Recuerdo que traía un paquete de gofio, pero no podía tocarlo. El Che me lo controlaba. —¿Cómo está el gofio?— Cuando se lo entregué, lo revisó para ver si le faltaba una onza.
Antes de la toma de Santa Clara tuvimos combates muy duros. Uno de ellos fue la toma del cuartel de Cabaiguán. Los guardias hicieron una fuerte resistencia. En un gesto de temeridad el Che me dijo que lo acompañara. Lo miré y me soltó: "¿Estás apendejado?" Le respondí que no.
Subimos al techo descubierto de una casa que estaba frente por frente al cuartel. Desde ahí observamos las posiciones del enemigo, que mantenía un fuego cerrado de ametralladora que impedía que pudiéramos avanzar.
Bajamos. El Che trató de brincar un muro. Resbaló. Ahí es donde se rompió el brazo.
Aquello de apendejado me mortificó. Había que tomar unas casas donde estaban refugiados elementos masferreristas. Nos tiraban granadas. Me quedé con los compañeros. Traté de sacar a un rebelde herido. Lo logré. Al no verme junto a él, me recriminó. Le manifesté que como me había dicho lo del apendejamiento, me había quedado junto a mis compañeros combatiendo.
Me puntualizó que esa no era mi tarea y que tenía que aprender a hacer lo que se me ordenara en cada momento. Durante la Invasión, me mandó unos días para el pelotón de los Descamisados.

—¿Qué infracción cometió?
—Me quedé dormido arriba de un caballo y se me fue un disparo. En los Descamisados me dieron una olla gigante. Me la tiré arriba, con la cantimplora y todo lo que llevaba. A los tres días me mandó a buscar y me incorporó a la Comandancia.
El pelotón de los Descamisados, el Che lo concebía como algo educativo. Ahí eran enviados todos aquellos que cometían indisciplinas: el que se dormía en una posta, el que incumplía alguna orden, etc.
Primero hizo la Escuadra de los Descamisados en la Columna 4 y después en la Invasión lo convirtió en pelotón. Al frente puso a Armando Acosta.

—¿Sabían para dónde iban?
—Sabíamos que íbamos rumbo a Las Villas. Se hablaba del Escambray, pero desconocía dónde quedaba. Estaba seguro de que era en Cuba, pero el Escambray propiamente, no lo tenía como una cosa concreta.

—¿Perteneció al pelotón suicida?
—No. Eso lo creó estando ya en Las Villas. Era de manera voluntaria. Me propuse, al igual que Juan Alberto Castellanos y Leonardo Tamayo. Aceptó a los dos últimos. A mí me dijo que era necesario en la Comandancia. El Che siempre nos hablaba de que había que ser valiente y audaz como Camilo.
Nos contaba cómo Camilo se había tropezado sorpresivamente en una carretera con un camión lleno de soldados. Se paró frente al vehículo y comenzó a disparar con su ametralladora. El desparramo de guardias fue tremendo. El Che admiraba y quería mucho a Camilo.

—¿De qué manera se concibió la toma de Santa Clara?
—Bajo el principio de ir aniquilando al enemigo por partes e ir fijándole los puntos de resistencia. Los guardias brindaron tenaz oposición. Incluso la aviación desató feroces bombardeos a la ciudad.
Para tomar la estación de policía fue necesario ir atravesando el interior de las casas, rompiendo las paredes, para poder acercarnos al objetivo.
Los guardias del tren blindado no querían rendirse. Hubo que levantar las líneas para que se descarrilara. Después tuvimos que lanzarles cócteles Molotov para que el fuego y el calor los obligara a salir. A medida que se entregaban, eran enviados a una fragata que estaba anclada en Caibarién.
Este tren venía cargado de soldados y armamentos para reforzar a las tropas del ejército que estaban operando en la región oriental.
También tuvimos que desalojar a elementos masferreristas que se habían atrincherado en habitaciones del hotel Clory (Santa Clara Libre) como francotiradores. Fuimos pegando candela piso por piso para que salieran.
En los bajos del hotel, en horas de la madrugada me enteré de la huida de Fulgencio Batista.

—¿Con qué grados terminó la guerra?
—De Primer Teniente. Ya era Jefe de Pelotón.

—¿En qué viajó para La Habana?
—En el propio vehículo con el Che. Yo pensaba hacerlo en el auto de un esbirro que había requisado en Remedios.
Cuando el Che me vio con el automóvil me dijo: "¿Caballerito, qué hace con ese carro?" Le expliqué dónde lo había capturado. Me dijo que lo dejara. Me montó con él y así entré a La Habana.

—¿Qué sintió al verse en la capital?
—En mi vida había visto una ciudad tan grande. Resultó impresionante. Solamente conocía Manzanillo, Bayamo y algo de Santa Clara.
El Che nos buscaba mucho la lengua. Al ver el mar nos comentaba: "¿Vieron qué bosque más grande?" Nos impactó mucho el paso por el túnel de la Bahía. No queríamos creer que íbamos por debajo del agua.
Ya en La Cabaña tenía un terror inmenso de ir a la ciudad.
Hasta que un día, a varios compañeros y a mí, el Che nos obligó a salir. Para no perdernos, nuestro punto de referencia fue el malecón. A la ahora de regresar a La Cabaña, siempre buscábamos el litoral habanero para orientarnos.
Lo primero que hizo el Che fue conseguirnos un maestro para superarnos culturalmente. Yo había aprobado la primaria, no así la mayoría de los compañeros. Además, siguió enseñándonos a jugar al ajedrez. Me mantuve junto a él en el Departamento de Industrialización del Instituto Nacional de la Reforma Agraria (INRA), el Banco Nacional, el Ministerio de Industrias. Como jefe de su escolta dondequiera que se movía lo acompañaba.
Al regreso de su segundo viaje al exterior, nos reunió y analizó cómo nos habíamos portado los integrantes de su escolta. A Castellanos y a mí nos sancionó a sembrar, por no haber seguido los estudios. Al resto del personal que sí había asistido a las clases, lo ascendió.
Cuando me casé me fui a vivir a mi casa, pero seguía de responsable de la suya.

—¿Dónde lo sorprendió Playa Girón?
—Me encontraba al frente de las inversiones de la fábrica de cerámica "Sanitarios Nacional". Me presenté al Che. Me dijo que me mantuviera en la fábrica. En dos o tres oportunidades estuvo a punto de botarme.

—¿Por qué razón?
—Era una fábrica compleja. Trabajaban ingenieros checos, brasileños, mexicanos, cubanos. Cada uno tenía una escuela para hacer la cerámica. También puse en práctica mis fórmulas.
Había leído que un estudiante en México construyó un horno circular. Consideré que era el ideal y mandé a comprarlo. Contaba con un fondo de sesenta mil dólares para la construcción de naves y almacenes. Cogí cuarenta mil para comprar el horno.
Cuando el Che se enteró me mandó a buscar y me dijo que había violado la disciplina financiera. Me tiró los caballos encima.
Le expliqué. Comprendió. Cada vez que me veía me preguntaba si el horno ya había empezado a producir.

—¿Y en la Crisis de Octubre?
—Estaba pasando la Escuela de Administradores de Empresas que radicaba en Vento. En esa ocasión me fui con el Che para su puesto de mando en la Cueva de los Portales, en la provincia de Pinar del Río. Después me incorporé a la zafra.

—¿En qué provincia?
—En Camagüey, en el central Brasil, antiguo Jaronú. Convivíamos con los haitianos. Era impresionante verlos cuando se levantaban con deseos de pelear cómo se fajaban a machetazos.
También formé parte de las comisiones para la construcción del Partido y posteriormente me designan Jefe de Personal del Ejército Occidental (me reintegré a las Fuerzas Armadas Revolucionarias en la División de Infantería 2350, en el Ejército de Occidente) hasta que me comunicaron la misión en el Congo.

—¿Quién le dio la noticia?
—Tuve una reunión con Manuel Piñeiro y me preguntó si estaba en disposición de cumplir una misión internacionalista. Respondí que sí. Me manifestó que posteriormente el Comandante en Jefe me informaría del contenido de la tarea.
Al poco tiempo, Ramiro Valdés me dijo que el Che estaba fuera del país y me había mandado a buscar. No reveló dónde se encontraba. Después de permanecer varios días en una casa en el reparto Cubanacán, en unión de Carlos Coello (Tuma), vimos a Fidel.

—¿Qué les planteó?
—Nos informó que el Che estaba al frente de un grupo de combatientes cubanos en la guerra de liberación del Congo Belga y que nuestra misión consistía en garantizar su seguridad. Al despedirnos nos regaló un reloj.
Nuestro tránsito hacia África fue vía Moscú, El Cairo, Dar es-Salaam. En nuestros documentos aparecíamos como técnicos agrícolas que íbamos a ayudar al desarrollo agropecuario de Tanzania.

—¿Qué impresión se llevó al llegar a África?
—Tremenda. Me percaté enseguida que estaba en otro mundo. El cruce del lago Tangañica fue impresionante. Lo hice en una pequeña chalupa. Las marejadas eran peligrosas. Aquello era prácticamente un mar.
Me costó mucho trabajo llegar al campamento de Luluaburg, donde se encontraba el Che. El lugar, conocido como "La Base", estaba a una altura de casi dos mil metros. Como no me había entrenado, tuve enormes dificultades en el ascenso. Además, llevaba una mochila que pesaba setenta y cinco libras. A la mitad del camino me agotó.
El Che mandó a uno de los hombres de su escolta a auxiliarme. Este me dio a tomar té con azúcar. Cuando me recuperé reinicié la marcha. No permití que me cargaran la mochila. Solo le entregué al compañero el fusil y la canana.
Ya el encuentro con el Che fue muy emotivo. Encontré un campamento que no estaba estructurado militarmente. La gente de la zona vivía en pequeñas chozas. Desde ese instante no me separé de él en ningún momento, cumpliendo las instrucciones del Comandante en Jefe.
A los pocos días de estar en el campamento salí con unos compañeros a buscar mercancías al lago. La gente bajaba las lomas a gran velocidad. Quise hacer lo mismo y se me aflojaron las piernas a mitad de camino. Eran como las seis de la tarde.
De repente me vi rodeado de mandriles (monos africanos) que empezaron a gritar y a darme vueltas, tratando de reconocerme. Eso me atemorizó, pero saqué fuerzas de no sé dónde y continué la marcha. Esa noche dormí en el campamento del lago.

—¿Con qué nombre era conocido el Che?
—Tatu.

—¿De qué año está hablando?
—1965. Permanecimos varios meses en territorio congoleño, pero debido a los planteamientos de la Organización de Estados Africanos (OUA) de prestar solamente colaboración a aquellos movimientos que luchaban contra la colonia, tuvimos que marcharnos.
El Che exigió que se le diera por escrito la solicitud de retirada de nuestras fuerzas, para dejar bien esclarecido ante la historia el papel desempeñado por Cuba en la prestación de ayuda internacionalista al pueblo congoleño.

—¿En qué condiciones hicieron la retirada?
—En las peores. El Che tuvo que tomar enérgicas medidas. La mayoría de los combatientes africanos se querían ir con nosotros, pero solo contábamos con tres lanchas ligeras, en las que ni siquiera cabíamos todos los cubanos; les habló a los congoleños y les solicitó que se dispersaran, que no esperaran la llegada de los mercenarios, pues serían asesinados. Seleccionó a algunos de los combatientes para que vinieran a prepararse y a superarse a Cuba.

—¿En qué momento el Che le habló de la nueva misión internacionalista?
—Increíble, pero fue en medio del lago Tangañica.

—¿Cómo ocurrió?
—Estábamos cruzando el lago en condiciones muy peligrosas. Por un lado asediados por lanchas rápidas tipo Petit, francesas, y por el otro el mar muy encrespado.
En medio de esa situación el Che nos preguntó a Papi (José María Martínez Tamayo), a Tuma y a mí nuestra disposición de continuar con él la lucha revolucionaria por la independencia de los pueblos sudamericanos. Nos explicó que era una tarea difícil, en la cual íbamos a arriesgar nuestras vidas y que era una decisión estrictamente voluntaria. Los tres respondimos que continuaríamos luchando a su lado.

—¿Les reveló el país?
—No. Ni siquiera nos dio la más mínima referencia. Me cruzaron muchos sitios por la mente pero no llegué a tener la menor idea de que sería Bolivia. Solo nos orientó que al llegar a Dar es-Salaam nos separamos del resto de los cubanos.
Hubo un momento en Dar es-Salaam en que palpé la discriminación a que son sometidos esos pueblos: fui a una barbería para indios y se negaron a pelarme. Allí las barberías están repartidas: blancos, indios y negros. Fue una proeza convencerlos para que me pelaran. De ahí seguimos para Francia.

—¿Qué tiempo estuvo en París?
—Varios días. También viajaron Osmany Cienfuegos y Emilio Aragonés. Por cierto, durante nuestra estancia en el Congo había llegado a un acuerdo con Aragonés de darle el cincuenta por ciento de mi ración de carne a cambio de un reloj de platino que él tenía. Ya en París me fue a entregar el reloj, pero no se lo acepté. En definitiva no era justo cobrarle tan cara la carne.
Hicimos una vida ordinaria. Visitamos a un gallego amigo de Osmany y lugares de interés cultural e histórico. De ahí nos trasladamos a Moscú.

—¿Qué tal la estancia?
—Normal. Aunque nos ocurrió algo muy gracioso. Estábamos alojados en el hotel del Partido y un funcionario le preguntó a Tuma si él era miembro del Comité Central, y este, que no era militante, le respondió que "él no sabía ni en dónde se hacía el Partido".
Ahí mismo nos botaron a Tuma y a mí del hotel. Nos pusieron en la calle en medio de tremendo frío. En esa situación permanecimos hasta que llegó Osmany e intercedió por nosotros y nos permitieron entrar nuevamente en el hotel. Posteriormente partimos para Checoslovaquia.

—¿Con qué objetivo?
—Reunirnos con el Che. Nos instalamos en una finca en las afueras de Praga, en un área rodeada de lagos. Diariamente hacíamos caminatas. A veces marchábamos hasta veinte kilómetros. También teníamos nuestras prácticas de tiro. Igualmente jugábamos voleibol.
En una ocasión en que estábamos celebrando un partido de voleibol contra el Che, Pachungo (Alberto Fernández Montes de Oca) que ya se había incorporado al grupo, nos planteó que había que dejarlo ganar porque era el jefe, a lo que nos opusimos.
Se formó una tremenda discusión. Intervino el Che. Nos dio la razón y señaló que tenía que ganar el que mejor jugara.
En otro momento nos percatamos de que la señora que cocinaba diariamente se llevaba un poco de carne. Hablamos con ella y le dijimos que eso no era correcto. Le explicamos lo que era el socialismo. La vieja nos increpó. Nos dijo que de cuál socialismo hablábamos, pues ella no tenía oportunidad nunca de comer carne.
Se lo comentamos al Che y tomó la medida de comer carne solo algunos días de la semana, para que no se estableciera esa diferencia tan grande, que la vieja nos había señalado.
Una vez que Tuma y yo caminábamos por la Avenida Wenceslao nos tropezamos con un negro grande que iba con tremenda rubia. Pensamos que era un africano. Cuando le pasamos por al lado le dijimos: "Negro, aprovecha, que eso no se da todos los días". El tipo resultó cubano. Empezó a gritar: "cubano, cubano". Nos echamos a correr. Y él detrás de nosotros queriendo establecer contacto. Cuando se lo contamos al Che montó en cólera, pues estábamos haciendo una vida clandestina y lo menos que podíamos hacer era mantenernos callados para que no se notara nuestra nacionalidad.
Después de ese hecho comenzó un régimen más estricto de compartimentación. Él salía solo con Pachungo. Tuma y yo por nuestro lado. De manera tal, que nunca estuviéramos los cuatro juntos.

—¿En algún momento volvieron a La Habana?
—El Che nos autorizó a viajar una semana a Cuba para ver a nuestra familia. De regreso a Praga, nos informó que nuestro próximo destino sería Bolivia.
Antes de partir me entregó un maletín preparado que llevaba dentro una pistola con su respectivo parque y treinta mil dólares. En los momentos de la despedida cogió nuestro Sansonite y lo agitó en el aire. Se percató de que algo se movía en su interior. Me cambió el maletín. Me dio el suyo, que tenía más o menos una composición similar al mío pero estaba mejor preparado. Entonces, sonriente, me comentó: "hasta en estas cosas los negros son discriminados".

—¿Con quién hizo el viaje a Bolivia?
—En unión de Tuma. En el avión nos sentamos separados. A Tuma le cayó al lado un cura que trató de establecer conversación con él. Le habló en francés, inglés, español y Tuma no contestaba. El sacerdote seguía insistiendo.
En un momento Tuma me gritó: "Pombo, dile a este señor que yo no hablo español, sino swahili. Al cura no le quedó más remedio que echarse a reír.

—¿Qué lo llevó a escribir un diario de la guerrilla en Bolivia?
—El diario no fue escrito con la intención de que se publicara, ni con la idea de escribir posteriormente un libro. Además, no tengo pretensiones literarias.
Esas páginas recogen desde el catorce de julio de 1966, en que llegué a La Paz, hasta el seis de marzo de 1968, cuando los sobrevivientes de la guerrilla regresamos a Cuba.
Mi interés inicial fue ir plasmando aquellos hechos que tuvieron una connotación que me permitiera explicarles a mis hijos y nietos esa etapa de mi vida, con un poco más de detalles, ya que con el decursar del tiempo la memoria empieza a fallar y los hechos comienzan a olvidarse o a tergiversarse.
El primer cuaderno de este diario —14 de julio de 1966 a 28 de mayo de 1967— estaba en la mochila del Che cuando fue capturado en la Quebrada del Yuro.
Una copia mecanografiada del mismo fue hecha llegar a Cuba por Antonio Arguedas, en esa época Ministro del Interior de Bolivia.
La segunda parte la comencé a escribir el veintinueve de mayo de 1967 pero me fue incautada al entrar en territorio chileno. Salvador Allende, por esos años presidente del Senado de Chile, le entregó fotocopias a las autoridades cubanas.
Antes de hacerlo público, mediante mis anotaciones y documentos de la época, le hice una profunda revisión sin cambiar ni modificar lo escrito al calor de la lucha revolucionaria.

—¿Cuándo vio al Che por última vez?
—Cuando detectamos la presencia del ejército, el Che organizó todas las acciones combativas.
A mí me dio la tarea de defender un extremo de la quebrada, la parte más alta, conjuntamente con Urbano, y nos explicó dónde teníamos que volvernos a reunir con él. Esa fue la última vez que vi con vida a Ernesto Guevara.

—¿Cómo era su estado de ánimo?
—Bueno. No hubo un solo momento en que el Che perdiera el control, entusiasmo y la confianza en la victoria.
Todavía el propio día 8 de octubre, él pensaba en las posibilidades del éxito y por eso estaba analizando cómo salir de la zona y buscar otra parte del territorio boliviano en donde continuar la lucha.

—¿En algún momento el Che les habló de la muerte?
—Nunca. Él no la concebía. Como una cosa hipotética, sí. En la guerra se llevan dos jabas: la de ganar y la de perder. Pero hablar de la muerte como tal, jamás la mencionó.
El Che murió como vivió: lleno de optimismo.

07 octubre, 2006

 

Publican nuevas evidencias de participación de Posada y Bosch en el atentado

Así lo aseguran fragmentos de varios documentos publicados ayer por el Archivo de Seguridad Nacional de Estados Unidos



En ocasión del aniversario 30 del crimen de Barbados, el Archivo de Seguridad Nacional de la Universidad George Washington publicó ayer varios documentos que demuestran la participación de Luis Posada Carriles y Orlando Bosch en aquel acto terrorista internacional.

Entre ellos se encuentran cuatro declaraciones juradas realizadas por oficiales de la Policía de Trinidad y Tobago, quienes fueron los primeros en interrogar a los venezolanos Hernán Ricardo Lozano y Freddy Lugo, arrestados en ese país por colocar la bomba al vuelo 455 de Cubana de Aviación, el 6 de octubre de 1976, que costó la vida a 73 personas.

Los interrogatorios fueron realizados por el vicecomisionado de la Policía trinitaria Dennis Elliot Ramward, el comisionado adjunto Randolph Burroughs, el superintendente Gordon Waterman y el cabo Oscar King, pero sus declaraciones fueron retiradas entonces del proceso mediante tecnicismos legales.

El Archivo de Seguridad Nacional (NSA), que ha intentado la desclasificación de los documentos sobre Posada a través de la Ley de Libertad de Información (FOIA, por sus siglas en inglés), exigió ayer al gobierno norteamericano publicar los archivos de inteligencia vinculados con el terrorista. «Es hora de que el gobierno de Estados Unidos revele el pasado encubierto de Posada y su participación en el terrorismo internacional», dijo Peter Kornbluh, director del Proyecto Cuba del NSA. «Sus víctimas, el público y las cortes tienen derecho a saber». (SE)

EXPLOSIVO EN TUBO DE PASTA

Le dije que yo creía saber quién había cometido el crimen. Él dudó por un momento y luego me dijo que solo hablaría en total confidencialidad y procedió a confesar que fueron Freddy Lugo y él (Hernán Ricardo) quienes habían puesto la bomba en el avión. Me pidió una hoja de papel y de su puño y letra describió los pasos que dio antes de colocar la bomba en la aeronave y cómo es detonada una bomba con explosivo plástico. Esa declaración está identificada en el documento marcado como «D.R. 12». En el reverso de la hoja, Hernán Ricardo hizo un boceto de la bomba y el detonador y describió el detonador como una especie de lápiz con un producto químico, este puede programarse para 8 minutos, 45 minutos, 1 hora, 2 horas, 3 horas, 8 horas, 12 o 24 horas.

Explicó cómo existen detonadores de este tipo en varios colores de acuerdo con el tiempo en que la bomba habrá de ser detonada. Tomó un lápiz de mi buró para mostrarme que los detonadores descritos se parecían mucho a un lápiz normal. Me explicó cómo un tubo de pasta dental Colgate, después de extraerle su contenido original, se rellenaba con determinada sustancia química. El lápiz referido está en mi poder.

Posteriormente, continuó diciéndome que tenía toda la información de la organización «CORU». Pidió otra hoja de papel y en la misma dibujó un diagrama de la estructura de la organización. Esa declaración está identificada en el documento marcado como «D.R.13». Me confesó que desde Barbados llamó por teléfono a Orlando Bosch después de la explosión y que Bosch le había dicho: «Amigo, tenemos problemas aquí en Caracas. Recuerda, ¡Nunca explotaste un avión en pleno vuelo!».

AGENTE DE LA CIA


El domingo 17 de octubre de 1976, aproximadamente a las 6:30 p.m., Hernán Ricardo pidió entrevistarse conmigo. En ese momento, yo estaba acompañado por el superintendente Waterman, el inspector Headley, el sargento Jack, el cabo King y la señorita Joy Kelshall. Hernán Ricardo me dijo que quería hablar de manera confidencial por lo que solicitó al superintendente Waterman, al inspector Headley y al sargento Jack salir de la oficina para poder conversar a solas. Dichos caballeros se retiraron de la oficina. Hernán Ricardo me confesó:

a) Que él (Hernán Ricardo) era un agente de la CIA.

b) Que fue reclutado por la CIA en Venezuela entre 1970 y 1971.

c) Que fue entrenado en Venezuela y Panamá en inteligencia y contrainteligencia.

d) Que también fue entrenado en el manejo de explosivos, armas, armas con silenciadores y equipo fotográfico.

e) Que el nombre «El Cóndor» es una fachada para encubrir a un grupo llamado «el CORU», que son las siglas de Comando de Organizaciones Revolucionarias Unidas.

f) Que la cabeza de «el CORU» es Orlando Bosch, también conocido como Sr. Orlando y a veces como Sr. Paniagua.

g) Que Luis Posada Carriles está a la cabeza de una agencia conocida como Investigaciones Comerciales e Industriales C.A.

h) Que Luis Posada Carriles es su empleador y el jefe de dicha agencia.

i) Que Luis Posada Carriles fungió en algún momento en el gobierno de Caldera como jefe de la división de contrainteligencia de la DISIP.

j) Que él (Hernán Ricardo Lozano) tenía tres (3) pasaportes: uno estadounidense, un pasaporte falso que portaba en Trinidad y un tercer pasaporte venezolano con su nombre verdadero. (Fragmentos de la declaración de Dennis Elliot Ramdwar, vicecomisionado de Policía de Trinidad y Tobago, fechada el 26 de octubre de 2006)

25 000 DÓLARES POR EL «TRABAJO»
El 25 de octubre de 1976, en cumplimiento de una solicitud suya, fui a ver a Hernán Ricardo Lozano. Durante nuestra conversación, él me dijo que se les pagaron 25 000 USD por el trabajo. Hernán Ricardo recibió 16 000 USD y Freddy Lugo 8 000 USD. Los 1 000 USD restantes fueron utilizados para gastos de bolsillo. También dijo que sus ganancias provenían del dinero que recibió de la CIA, lo cual utilizaba para financiar los estudios de su hermana en la Universidad de Caracas. Ella espera graduarse en diciembre de 1976, como doctora en medicina. Lozano también me comentó que él mantenía económicamente a su mamá con un salario extra que recibía por su trabajo con el ICI. Dijo que poseía una cuenta bancaria en Santo Domingo.

En la mañana del 26 de octubre de 1976, acompañé al Jefe de Inmigración a las habitaciones donde estaban cada uno de los detenidos y procedí a leerles la Orden de Deportación. Lugo dijo estar feliz de poder regresar a casa, pero en caso de no ser deseado en Venezuela, prefería ser enviado a Santo Domingo. Hernán Ricardo Lozano dijo que no deseaba retornar a Venezuela ya que la CIA y/o grupos anticastristas lo matarían. Que prefería ir a Chile, Uruguay o Santo Domingo, ya que contaba con muchos amigos en estos países. También preguntó si era posible ser enviado a Estados Unidos, pero recordó que su pasaporte estadounidense estaba en Venezuela y abandonó la idea. (Fragmentos de la declaración del cabo Oscar King, intérprete de español, de la Policía de Trinidad y Tobago, el 27 de octubre de 1976)

 

Fragmento del libro de Bob Woodward sobre Irak:

Bob Woodward
2006-10-05


Publicado en Newsweek, 8 de octubre de 2006
Traducción: Cubadebate


Fue decisión de Bush, pero Rumsfeld fue el que guió la dinámica de los hechos en Irak. ¿Cómo es que el Secretario de Defensa echó a perder las cosas? Fragmentos del libro "Estado de Negación", publicado en exclusiva por Newsweek.
Edición del 9 de octubre –Una película sobre la presidencia de George W. Bush pudiera comenzar en la Oficina Oval, el 26 de enero de 2001, cuando Donald Rumsfeld prestó juramento como Secretario de Defensa. Un fotógrafo de la Casa Blanca captó la escena. Rumsfeld usaba un traje oscuro de rayas y su mano descansaba sobre una Biblia que sostenía Joyce, su esposa de 46 años de edad. Su brazo derecho estaba levantado. Bush estaba parado casi en atención, con su cabeza inclinada hacia delante y sus ojos estaban ladeados hacia la izquierda, observando atentamente a Rumsfeld. El vicepresidente Dick Cheney estaba ligeramente desplazado hacia un lado, con su sonrisa característica en el rostro. Era un día seco y frío y las ramas de los árboles desprovistos de frutos se podían ver a través de las ventanas de la Oficina Oval.

Ya en el pasado, durante los días de la presidencia de Ford, a raíz de los sucesos del Watergate –el perdón de Nixon, la caída de Saigon- Cheney y Rumsfeld habían trabajado casi a diario en la misma Oficina Oval, donde una vez más estaban parados. El nuevo en la fotografía era Bush, cinco años más joven que Cheney y 14 más joven que Rumsfeld, quien había sido estudiante en Harvard Business School. Bush asumió la presidencia con menos experiencia y tiempo en el gobierno que cualquier otro presidente entrante desde la época de Woodrow Wilson, en 1913.

Ya bien adentrado en su séptimo decenio de vida, muchos coetáneos y amigos de Rumsfeld se habían retirado; sin embargo, ahora él estaba lleno de entusiasmo en la cúspide de su vida, listo para entrar de nuevo en la carrera.

Se parecía al personaje protagonista de las novelas de ficción del escritor John Le Carré, George Smiley, quien representaba al jefe de los servicios de inteligencia británicos durante la Guerra Fría y era un hombre de edad avanzada al que se le “había dado la oportunidad de regresar a las contiendas ya terminadas de su vida para volver a luchar en ellas.”

“Hazlo bien esta vez,” dijo Cheney a Rumsfeld.

En su primer período de servicio en el Pentágono, como Secretario de Defensa del gobierno de Ford, de 1975 a 1977, Rumsfeld ya había adquirido cierto desdén hacia una parte importante del sistema que debía supervisar una vez más. Se había dado cuenta de que el Pentágono y la mayor parte del complejo militar estadounidense eran inmanejables. Una noche, en una cena que tuvimos en mi casa, doce años después de su salida del Pentágono por primera vez, Rumsfeld dijo que haber sido secretario era “como tener un equipo electrodoméstico en una mano y el enchufe de la corriente en la otra y andar corriendo y buscando un lugar para conectarlo.” Fue una imagen que me quedo grabada, la de Rumsfeld cargando con aquello por toda la sección E del Pentágono: el Hombre con el Efecto Electrodoméstico, buscando un tomacorriente difícil de encontrar, tratando de hacer que las cosas funcionaran y sintiéndose desconectado de los generales y almirantes.

“Después de dos meses en el trabajo, es evidente que los miembros de la cúpula dentro del Departamento de Defensa están enredados con la cadena de su ancla,” escribió Rumsfeld en un memorando de cuatro páginas el 21 de marzo de 2001, dos meses después de comenzar en su cargo. Ya estaba frustrado. El Congreso exigía cientos de informes. Parecía que iban a haber más auditores, investigadores, grupos de prueba e inspectores vigilando que “soldados en la línea del frente con armas.”

El laberinto de limitaciones del Departamento de Defensa lo obliga a funcionar de una manera tan lenta, tan parsimoniosa y tan ineficiente que cualquier acción que termine realizando se hará inevitablemente con alrededor de diez años de tardanza.”

Este memorando sobre la “cadena del ancla”, que Rumsfeld revisó y adjuntó, se hizo famoso entre los miembros del equipo de trabajo de Rumsfeld siempre que lo observaban e intentaban ayudarlo a definir el universo de sus problemas. Parecía como si ya él casi se hubiera dado por vencido en su intento por organizar el Pentágono durante la presidencia de George W. Bush. La tarea era muy difícil, y tardaría tanto, escribió en una versión posterior, que “nuestra misión es, por tanto, trabajar juntos para afilar la espada que empuñará el próximo presidente.”

Durante los primeros meses en su puesto en el año 2001, Rumsfeld insistía diciendo: "Yo soy el Secretario de Defensa. Yo estoy en la línea de mando." Él –y no los generales ni los jefes del estado mayor general conjunto- sería el que tendría relaciones con la Casa Blanca y con el presidente para abordar los asuntos operativos. Rumsfeld dirigía en detalles el quehacer diario del Pentágono y no tenía la menor consideración con las personas. Durante un enfrentamiento público en una audiencia del Senado con la Senadora Susan Collins, la ferviente Republicana por el estado de Maine, Rumsfeld la humilló de tal forma que resultó apabullante incluso para él. La voz de Collins había temblado en un momento. Posteriormente, Powell A. Moore, subsecretario de defensa para asuntos legislativos, le sugirió a Rumsfeld que la llamara para tratar de suavizar la situación.”

“Al diablo,” dijo Rumsfeld, “ella es la que tiene que pedirme disculpas.”

En una ocasión, Rumsfeld encabezó una delegación del Congreso al funeral en Columbia, Carolina del Sur, del Representante Floyd Spence, un Republicano que había sido un halcón defensor del Pentágono durante tres decenios. Moore había dispuesto los asientos en el avión de Rumsfeld de la misma forma en que se hace en el Congreso, de acuerdo con el nivel de antigüedad.

“No lo quiero así,” señaló Rumsfeld, y personalmente reorganizó la disposición de los asientos, ubicando en el fondo al Representante Republicano de California, Duncan Hunter, quien pronto sería el presidente del Comité de los Servicios Armados de la Cámara.

El 20 de enero de 2003, el presidente Bush firmó la Directiva Presidencial de Seguridad Nacional, NSPD-24, que tenía un carácter secreto. El tema era: el establecimiento de una "Oficina de Planificación para la posguerra en Irak” dentro del Departamento de Defensa, para la esperada invasión a Irak. Rumsfeld seleccionó a Jay Gamer, un general de tres estrellas retirado de 64 años de edad y ejecutivo de la industria militar, para que se encargara de esa oficina para asuntos de la posguerra. Seis semanas después, Garner fue a la Casa Blanca, el viernes 28 de febrero de 2003, a media mañana, a fin de reunirse con el Presidente Bush por primera vez. En la Sala de Situación, Garner distribuyó las copias de sus notas, una presentación que incluía 11 puntos y se metió de lleno en el asunto.

Expresó que cuatro de las nueve tareas que su pequeño equipo debía realizar en Irak, en virtud de la Directiva NSPD-24 de Bush, estaban claramente más allá de sus posibilidades; entre ellas se encontraban el desmantelamiento de las armas de destrucción en masa, la derrota de los terroristas, la reorganización del ejército iraquí y la reestructuración de las demás instituciones de seguridad interna en Irak.

El presidente asintió con la cabeza. Nadie más intervino, a pesar de que Garner les acababa de decir que él no podía ser responsable de las tareas decisivas que habría que emprender tras la guerra –sobre todo aquellas tareas que más tenían relación con las razones declaradas para ir a la guerra en primer lugar- porque su equipo no podía emprenderlas.

La trascendencia de lo que acababa de afirmar parecía arremeter contra las mentes de todos los participantes.

Posteriormente, Garner describió la forma en que él pensaba dividir el país en grupos regionales, y continuó hablando de los planes interinstitucionales.

“Un momento,”interrumpió el presidente. ¿De dónde tú eres?

“De la Florida, señor.”

¿Por qué hablas de esa manera? preguntó, aparentemente intentando ubicar la procedencia del acento de Garner.

“Porque yo nací y me crié en un rancho en la Florida. Mi papa era ranchero."

“Ya estás en el equipo,” señaló con aprobación el primer ranchero. Su hermano Jeb era el gobernador del estado, y el presidente lo visitaba con regularidad.

Uno de los puntos de la presentación de Garner era: “el uso del ejército regular iraquí en la posguerra,” e indicó: “Vamos a utilizar el ejército. Necesitamos utilizarlos. Cuentan con las habilidades necesarias.”

¿Cuántos miembros tendría el ejército? preguntó alguien.

“Voy a darles un amplio margen,” respondió Garner. “Será entre 200 000 y 300 000 soldados.

Garner miró a su alrededor en la habitación. Todas las cabezas hacían un movimiento de norte a sur. Nadie se opuso. Nadie preguntó sobre el plan.

“Muchas gracias,” dijo Bush cuando Garner concluyó. La asesora para temas de Seguridad Nacional Condoleezza Rice comenzó a hablar sobre otro tema, por tanto Garner entendió que podía retirarse. Mientras salía de la habitación, el presidente atrajo su atención.

“Dales duro en el trasero, Jay,” dijo Bush.

Garner espero a Rumsfeld afuera. Pronto, Bush y Rice salieron de la habitación y caminaron tres o cuatro pasos después de pasar junto a Garner. De repente, Bush regresó.

“Oye, si tienes algún problema con ese gobernador en la Florida, sólo házmelo saber,” dijo Bush.

Poco tiempo después de la invasión, cuando Garner estaba en Kuwait, esperando para entrar a Irak, Rumsfeld seleccionó a L. Paul “Jerry” Bremer, un experto en materia de terrorismo de 61 años de edad y protegido de Henry Kissinger, para que sustituyera con eficacia a Garner, pero en calidad de enviado del presidente. Durante su primer día de estancia en Irak, el 22 de abril, Garner firmó un acuerdo para establecer un grupo asesor interino iraquí, que estuviera integrado por destacados kurdos, chiítas y sunitas, muchos de ellos expatriados, a fin de tener una representación iraquí en el gobierno de ocupación de la posguerra. Dos días después, Rumsfeld llamó para decirle que Bremer iba para allá y que él quería que Garner se quedara también en Irak.

“Eso no funciona así,” señaló Garner. “No puedes tener al tipo que estuvo a cargo y al tipo que esta a cargo ahora, porque divides a las personas y afectas su lealtad. Por tanto, lo mejor que yo puedo hacer es irme de aquí."

Rumsfeld convenció a Garner para que se quedara temporalmente, y el general retirado y Bremer entraron en conflicto, cuando este último reveló un plan que prohibía que unos 50 000 miembros del Partido Baath, de Saddam Hussein, trabajaran para el gobierno.

“Al diablo,” dijo Garner, “no podrás dirigir nada si vas tan lejos.”

Al día siguiente, Bremer reveló un segundo proyecto de orden, la disolución de los ministerios de Defensa y del Interior de Irak, de todo el ejército iraquí y de todas las organizaciones paramilitares especiales y los guardaespaldas de Saddam. Garner quedó perplejo. La orden de eliminar el Partido Baath era absurda, y eso sería un desastre.

“Siempre hemos hecho planes para que el ejército vuelva a ocupar sus labores,” insistió Garner. Este nuevo plan salía de la nada para subvertir meses de trabajo.

“Bien, los planes han cambiado,” respondió Bremer.

Entonces Bremer se reunió con el grupo asesor iraquí con el que Garner había acordado trabajar. “Una cosa de la que tienen que darse cuenta es que ustedes no son el gobierno,” les dijo. “El gobierno somos nosotros y somos los que estamos a cargo.”

Al día siguiente los miembros del grupo regresaron a sus lugares de origen.

Garner regresó a Estados Unidos en junio y básicamente se escondió durante unas semanas, sin querer ver a nadie en el Pentágono ni conversar sobre su experiencia en Irak. Por último, el 18 de junio de 2003, sentado solo con Rumsfeld, alrededor de la pequeña mesa en el despacho del secretario, Garner sintió que era su obligación plantear la profundidad de sus preocupaciones.

“Hemos tomado tres decisiones trágicas,” indicó Garner.

“¿En serio? respondió Rumsfeld.

“Tres terribles errores,” afirmó Garner. Se refirió a la eliminación del Partido Baath, la disolución del ejército y la expulsión sumarísima del grupo de dirección iraquí. El desmantelamiento del ejército había sido el mayor error. Ahora había cientos de miles de iraquíes armados, desempleados y desorganizados, diseminados por todas partes. Garner planteó una última cuestión. Aún hay tiempo para rectificar. Aún hay tiempo para arreglarlo.”

Rumsfeld observó a Garner por un momento con una mirada fija, como la de quien da la orden de no tener prisioneros. “Bueno,” dijo Rumsfeld, “No creo que haya nada que podamos hacer, porque ya estamos donde tenemos que estar.”

Rumsfeld y Garner fueron a la Casa Blanca a ver a Bush. Era la segunda ocasión en que Garner se reunía con el presidente. “Señor Presidente, permítame contarle un par de anécdotas, expresó Garner. Describió las reuniones con los iraquíes y brindó una imagen positiva de estas. “Yo estoy listo para partir,” afirmó Garner “y es cierto, a mi salida todos estaban contentos y ahora dirían, ‘que Dios bendiga al señor George Bush y al señor Tony Blair. Gracias por sacar a Saddam Hussein del poder.’ Eso lo expresaron en 70 reuniones. Esa era siempre la última respuesta.

“Oh, eso es bueno,” afirmó Bush.

En su camino de salida, Bush da unas palmaditas en el hombro de Garner. “Oye, Jay, ¿quieres ir a Irán?

“Señor, ya los chicos y yo hablamos sobre el tema y queremos esperar para ir a Cuba. Pensamos que el ron y los tabacos son mejores. Las mujeres son más bellas.”

Bush sonrió. “Acertaste. Tienes a Cuba.”

Por supuesto, con todas las historias, la jocosidad, la conversación entre compinches, las bravuconerías y la confianza en la Oficina Oval, Garner no había hecho referencia a su noticia de primera plana. No había mencionado los problemas que había visto, ni siquiera los abordó someramente. No le contó a Bush sobre los tres errores trágicos. Una vez más el halo que rodeaba al presidente había hecho que se omitieran las noticias más importantes: las malas noticias.

Ese fue solo un ejemplo de uno de los visitantes que fueron a la Oficina Oval y no le contaron al presidente toda la historia ni la verdad. Asimismo, en esos momentos, en los que Bush tuvo a alguien que venía del terreno, sentado a su lado, Bush no presionó, no intentó abrir él mismo la puerta y preguntarle al visitante lo que había visto o lo que pensaba. Toda la atmósfera de la reunión era a menudo muy similar a la que se vive en una corte real, con la asistencia de Cheney y Rice, algunas anécdotas optimistas, buenas noticias exageradas y todos pasaban un buen rato.

Muy pronto Rumsfeld se distanció de Bremer, quien debía informarle al Presidente por conducto del Secretario de Defensa. Más tarde, Rumsfeld me confirmó en una entrevista que Bremer solo le había informado “de manera técnica pero no real.”

“No me llamaba mucho,” decía Rumsfeld sobre Bremer.

Rumsfeld también se alejó de la cacería en busca de las supuestas armas de destrucción en masa de Saddam. El director de la CIA, George Tenet, le propuso a Rumsfeld que la persona encargada de la cacería en busca de las armas de destrucción en masa les debía informar a ellos dos.

“Por supuesto que no,” dijo Rumsfeld.

Después de la reelección de Bush en noviembre de 2004, la mayor interrogante en la Casa Blanca era Rumsfeld. ¿Acaso debe quedarse? El jefe del gabinete en la Casa Blanca, Andrew H. Card, hijo, tuvo que abordar el tema con delicadeza. La voz que más pedía el cambio era la del saliente Secretario de Estado, Colin Powell. En una conversación, Colin había dicho a Card, “Si yo salgo, Don debe salir también.” Bush había decidido sustituir a Powell por Rice, pero no estaba bien claro a quién él quería al frente del Departamento de Defensa.

Card extrajo su cuaderno de notas de espiral con hojas de 8½ por 11, de media pulgada de grueso y con una carátula azul. En páginas separadas, tenía listas de posibles sustituciones para todos los puestos importantes del gobierno, incluido el suyo. Los nombres estaban enumerados sin un orden en particular. Card guardaba el cuaderno en su escritorio en la Casa Blanca y con frecuencia añadía o eliminaba nombres. Había utilizado un cuaderno escolar a propósito, él mismo lo había comprado, para que no fuera considerado un documento del gobierno o un archivo presidencial que tendría que abrirse algún día para conocer la historia. Era privado y personal.

Su lista de 11 posibles sustitutos para Rumsfeld incluía al Senador Demócrata de Connecticut, Joe Lieberman, quien había sido el compañero de campaña de Al Gore en el año 2000 y al Senador Republicano de Arizona, John McCain.

Sin embargo, a Card se le ocurrió lo que él consideró como una brillante idea: un candidato inesperado. El mejor sustituto de Rumsfeld sería James A. Baker III. “Todo el mundo diría, ‘¡Uf!’” pensó Card. “Ninguna curva de aprendizaje. Magnífico. Interesante.” Baker tenía 74 años de edad, solo dos años mayor que Rumsfeld. Había prestado sus servicios como infante de marina. Había sido el mejor jefe de gabinete de la Casa Blanca en los últimos tiempos, pensó Card. Se había ocupado con éxito del segundo conteo de los votos en la Florida en el año 2000 para la reelección de Bush. Señor presidente, este es un consejo sosegado que le doy, indicó Card. Ponga a un diplomático al frente del Departamento de Defensa.

El presidente parecía sinceramente intrigado. No tiene que apurarse para tomar una decisión, le aconsejó Card. Sin embargo, el presidente ni siquiera autorizó a Card para que enviara a alguien a tantear el terreno o que conversara con Baker.

Card conversó con Rumsfeld, que habló como si el supusiera que no iba a haber ningún cambio. Rumsfeld quería permanecer en su puesto.

Muy pronto intervino Kart Rove. Se acercaba una sesión polémica en el Congreso. Consideraba que los Demócratas no estaban de buen humor como para estar en paz y armonía. Con la audiencia para la confirmación de Rice, con el esperado nombramiento para fiscal general del asesor de la Casa Blanca Alberto González, ¿acaso otra confirmación del Senado agobiaría de trabajo al sistema? Evidente, el resultado de la guerra en Irak sería el tema a tratar en las audiencias de confirmación para cualquier persona que Bush nombrara como nuevo Secretario de Defensa.

Rove estaba de acuerdo con que no deseaban hacer nada que provocara la realización de audiencias sobre la guerra. ¡Por Dios, no!

A mediados de diciembre el Presidente tomo su última decisión. Rumsfeld seguiría en su cargo, le indicó a Cheney y a Card, que no cambiaría a Rumsfeld.

“Ello no significaba que él no quería que eso ocurriera,” afirmo Card posteriormente.

Card intentaba tener un encuentro privado y sincero con la primera dama, Laura Bush, cada seis semanas para escuchar sus preocupaciones. Reservaba una hora y media para cada reunión. A veces, sólo duraban 30 minutos, otras veces una hora y media y en ocasiones hasta dos horas.

La primera dama estaba angustiada por la guerra, preocupada porque Rumsfeld estaba lastimando a su esposo y al parecer sus puntos de vista reflejaban también las preocupaciones de Rice por el estilo autoritario de Rumsfeld y su tendencia a ser dominante. Card sabía que la primera dama y Rice realizaban largas caminatas juntas a menudo durante los fines de semana en Camp David.

“Coincido con usted,” señaló Card. Por una parte, él trataba de enseñarla y explicarle, pero al mismo tiempo cabildeaba. Entonces, le esbozaba sus problemas con Rumsfeld y decía que él pensaba que era hora de realizar un cambio. Sin embargo, afirmaba que hasta ese momento sus consejos sobre la situación de Rumsfeld habían sido analizados y rechazados.

“Él está contento con esto,” afirmó la primera dama, "pero yo no lo estoy." En otra ocasión, ella expresó: "No sé por qué él no está enojado con esta situación.”

Mientras tanto, la nueva Secretaria de Estado, Rice, contrataba a Philip Zelikow, un viejo amigo, como asesor jurídico en el Departamento de Estado, un cargo de alto nivel y mucho poder pero poco conocido, que le daría libertad para asumir tareas especiales que ella le orientaba, y muy pronto Rice lo envió para Irak junto a un pequeño equipo de trabajo. El 10 de febrero, durante el décimo cuarto día de Rice en el cargo, Zelikow presentó a Rice un memorando de 15 páginas, escrito a un espacio entre líneas, que se clasificaba como SECRET/NODIS, es decir, “no distribuir” a nadie más. “Ya en este momento Irak continuaba siendo un estado fracasado, ensombrecido por una violencia constante y por cambios políticos revolucionarios en proceso,” leyó Rice. Era una idea espeluznante “-un estado fracasado,” después de dos años, de miles de vidas perdidas y miles de millones de dólares gastados.

A mediados del verano de 2005, el General Jim Jones, el comandante de la OTAN, hizo una visita a su viejo amigo, el general Pete Pace, segundo jefe del estado mayor general conjunto. Era casi seguro que Pace iba a ser ascendido para convertirse en el presidente, el número uno del ejército.

Los dos generales de la marina habían sido amigos durante más de tres decenios. Habían estado en Vietnam aproximadamente durante la misma época, una experiencia fuerte y educativa para ambos, y después prestaron servicio juntos con grados de primer teniente en 1970 en el cuartel de la marina en el sudeste de Washington.

Jones expresó su disgusto porque Pace incluso quería llegar a ser el presidente. “Vas a enfrentar una debacle y ser parte de esa debacle en Irak," dijo Jones. El prestigio mundial de Estados Unidos estaba a niveles muy bajos, similares a los de hace 50 o 75 años. Dijo que estaba tan preocupado por Irak y por la forma en que Rumsfeld dirigía las acciones que se preguntaba si él mismo no debía renunciar en señal de protesta. ¿Cómo es que se pueden soportar ocho años en el Pentágono? preguntó finalmente.

Pace dijo que alguien tenía que ser el presidente. ¿Quién más lo podría hacer?

John no pudo responder. “Los asesores militares están recibiendo la influencia de los niveles políticos,” afirmó. El estado mayor general conjunto se había “plegado” de manera indebida a Rumsfeld. "No debes ser como una cotorra posada en el hombro del secretario.”

Su preocupación era completa. Cuando los Senadores John Warner y Carl Levin, presidente y un Demócrata de alto nivel dentro del Comité de Servicios Armados del Senado, lo visitaron en su puesto de mando en Bélgica, Jones le contó todos los problemas. Indicó que necesitaban una nueva legislación que volviera a dar facultades a los jefes o que tuviera un poco de sentido dentro del descabellado sistema.

“Las facultades de los jefes del estado mayor general conjunto han sido sistemáticamente castradas por Rumsfeld,” afirmó Jones.

Muy pronto Pace se convirtió en presidente. En una entrevista, negó rotundamente que Jones le hubiera dicho que Irak sería una debacle o que Rumsfeld había castrado sistemáticamente las facultades de los jefes del estado mayor general conjunto. “Es un buen amigo. Él estuvo en mi boda,” dijo Pace, haciendo notar que eran amigos hacía 36 años. “Si Jim se sintiera así, él me lo diría.”

Yo llamé a Jones al puesto de mando de la OTAN en Bégica. Me dijo que le había hecho todos esos comentarios a Pace en la reunión que tuvieron en el año 2005. “Eso es lo que le dije,” afirmó Jones.

En marzo de 2006, Rumsfeld invitó a seis de los asesores regulares externos del Pentágono para darles instrucciones y hacerles algunas preguntas. Uno de ellos era Ken Adelman, un viejo amigo de Rumsfeld y partidario vehemente de la guerra desde su comienzo, quien se había desilusionado totalmente por la forma en que el gobierno había manejado la situación después de la guerra. Su relación con Rumsfeld casi llegó a su fin.

¿Cómo medirías el éxito en Irak? preguntó Adelman a Rumsfeld. “¿Tú sabes, para ganar la guerra?”

“Oh, hay cientos de formas,” respondió Rumsfeld. “Es tan complicado que hay cientos de formas.”

“Espere un momento,” insistió Adelman. “Un ex jefe mío siempre decía que identificara tres o cuatro cosas, que preguntara sobre ellas, que decidiera las unidades de medidas y viera el avance logrado o, de lo contrario, nunca avanzaría.” El ex jefe era el propio Rumsfeld, quien le había mencionado el tema a Adelman hacía 35 años, cuando él trabajaba para Rumsfeld en la Oficina de Oportunidades Económicas. ¿Cuáles son esas unidades de medida? insistía Adelman.

Rumsfeld dijo que era tan complicado que no podría dar una lista de ellas. “Cientos,” insistió.

Adelman consideraba que ello significaba que había una falta total de responsabilidad. Si Rumsfeld no estaba de acuerdo con ningún criterio, no se le podía decir entonces que había fallado en uno de esos criterios.

“Entonces no tiene nada,” dijo Adelman y se marchó tan trastornado como nunca antes. No había ningún sentido de la responsabilidad.

El 16 de marzo, el general John Abizaid, comandante del Comando Central y, por tanto, el militar de más alta graduación en el Oriente Medio, estaba en Washington para prestar declaración ante el Comité de Servicios Armados del Senado. El general brindó una imagen cuidadosa pero optimista de la situación en Irak. Después, fue a ver al Congresista John Murtha, otrora infante de marina de 73 años de edad, que había presentado una resolución el pasado noviembre, que instaba a un redespliegue de las tropas en Irak, tan pronto como fuera posible. Sentado a la mesa redonda oscura de madera en la oficina del congresista, Abizaid, el único comandante militar con uniforme que había participado de modo profundo en Irak desde el comienzo y que aún se encontraba en la zona, expresó que él quería sostener una conversación franca. Según Murtha, Abizaid levantó sus dedos pulgar e índice en señal de énfasis, indicando una separación de un cuarto de pulgada entre ellos y dijo, "Estamos a esta distancia."

Rumsfeld circuló un memorando SECRETO de seis páginas el primero de mayo, en el que proponía algunas enmiendas, con el título: “Nuevo material ilustrativo sobre las instituciones y enfoques para el siglo 21.”

Era casi la última versión de los memorandos sobre “La Cadena del Ancla”, que había escrito durante sus primeros meses como secretario de defensa en el año 2001: un reclamo de su corazón de naturaleza gerencial y burocrática. No solo era el Departamento de Defensa el que estaba enredado en la cadena de su ancla sino también el resto del gobierno estadounidense, y el mundo.

Rumsfeld dictó en el memorando: “La acusación sobre la incompetencia del gobierno de Estados Unidos es fácil de refutar si el pueblo estadounidense entiende hasta que punto el sistema actual de gobierno hace todo lo posible por ser competente.”

El miércoles, 24 de mayo de 2006, la división de inteligencia del estado mayor general conjunto, la J-2, circuló un estudio de inteligencia, clasificado como SECRETO, el cual mostraba que las fuerzas del terror en Irak no estaban en retirada. Incluía las cifras sobre las tendencias que se le habían comunicado a Bush durante todo el año. Los ataques terroristas se habían arreciado cada vez más. La insurgencia estaba teniendo éxito. El promedio de ataques semanales era ahora entre 700 y 800. Cada dispositivo explosivo improvisado que se encontraba –si detonaba y provocaba daños o bajas humanas o si era identificado y desactivado antes que pudiera ocasionar daños- se contaba de todas formas como un ataque. Un gráfico que medía los ataques desde mayo de 2003 hasta mayo de 2006 mostraba descensos significativos, pero la cantidad actual de ataques era tan alta como nunca antes, más de 3500 al mes.

Le dije a Rumsfeld que tenía entendido que la cantidad de ataques estaba creciendo.

“Es probable que sea cierto,” dijo Rumsfeld. “También es probable que nuestros datos sean mejores, y estemos considerado más cosas como ataques. Un disparo al azar puede considerarse como un ataque al igual que 50 personas que mueren en algún lugar. Por tanto, tienes un gran frutero con diferentes productos: un plátano, una manzana y una naranja.”

Me quedé enmudecido. Incluso con el uso más flexible y descuidado del lenguaje y una analogía no lograba entender cómo el secretario de defensa podía comparar los ataques de los insurgentes con un “frutero”, una metáfora que eliminaba todo tipo de urgencia o emoción. Las categorías oficiales que aparecían en los informes clasificados que Rumsfeld recibía con regularidad se referían a los dispositivos explosivos improvisados letales, los ataques a distancia con morteros y los enfrentamientos a corta distancia, como las emboscadas, los cuales estaban muy lejos de parecerse a los plátanos, las manzanas y las naranjas.

Durante una semana en mayo de 2006, los ataques iniciados por el enemigo aumentaron a 900, lo cual constituía una cifra récord. En junio, los ataques disminuyeron a cerca de 825 en una semana pero volvieron a aumentar. En julio, eran más de 1000 ataques a la semana, otro nuevo récord. Incluso era peor considerar que el nivel de violencia existía aún después de dos años de preparación, equipamiento y financiamiento de 263 000 soldados y policías iraquíes. El costo ascendía a 10 mil millones de dólares y había equipos de soldados estadounidenses mezclados con las unidades iraquíes durante más de un año. En igual período en 1971, después de varios años de Vietnamización, la violencia de los insurgentes tenía tendencia a decrecer y no a aumentar.

En julio de 2006, le realicé entrevistas a Rumsfeld dos tardes seguidas. Le pregunté acerca del nivel de las tropas: un problema clave y un punto de discordia. Los expedientes mostraban que el plan para invadir a Irak incluían una cifra tope de 275 000 efectivos para el combate terrestre, incluidos cerca de 90 000 que debían llegar a Irak algunas semanas o meses después del 19 de marzo de 2003, cuando comenzó la guerra. Rumsfeld afirmó que ese era uno de los grandes “rumores falsos” por los cuales él había decidido o había influido indebidamente para que se tomara la decisión de no enviar los 90 000 soldados. Todo dependía de las recomendaciones del general Franks, afirmó. Sin embargo, en el verano de 2006, Rumsfeld había suavizado su posición en cuanto al tema de si había suficientes soldados. “Es totalmente posible que en algún momento hayan habido demasiados soldados y en otro momento demasiado pocos, porque nadie es perfecto,” dijo Rumsfeld. “Mirando hacia atrás, no he visto ni he escuchado nada de otros censuradores que me indique que ellos tienen alguna razón para creer que estaban en lo cierto y nosotros estábamos equivocados. Ni tampoco puedo probar que nosotros estábamos en lo cierto y ellos estaban equivocados. Lo único que puedo decir es que ellos parecen tener más seguridad de la que puedo tener yo con la evaluación de los hechos que he realizado.”

Al preguntarle sobre la batalla con la insurgencia iraquí, Rumsfeld respondió que “pudiera tardar entre 8 y 10 años. Las insurgencias tienden a hacer eso.” En sentido general, él dijo: “Nuestra estrategia de retirada incluye el tener a un gobierno y unas fuerzas de seguridad iraquíes que sean capaces de controlar y reducir a un menor nivel la insurgencia y finalmente obtener la victoria contra la insurgencia y reprimirla con el paso del tiempo. Sin embargo, ese pudiera ser un período en el que muy bien podemos no necesitar grandes cantidades de personal allá.”

Le dije que tenía entendido que el general George W. Casey, hijo, el comandante de más alta graduación en el terreno en Irak, había informado que la insurgencia no había sido neutralizada –un objetivo clave del plan de su campaña- sino que solo contenida. Después de un poco de juego de palabras característico, pude preguntarle directamente: ¿Usted está de acuerdo con que se ha neutralizado?

“Es evidente que no,” respondió Rumsfeld.

¿Sólo ha sido contenida?

“Si,” respondió. “Hasta ahora.”

Entonces le leí un documento de evaluación del 24 de mayo de 2006 que decía: “la insurgencia sunita árabe está ganando fuerza y elevando su capacidad.” Le pregunté: ¿Eso le parece bien a usted?

Esa era una de las preguntas claves que había que hacerse en una Guerra. ¿Acaso el otro bando esta “ganando fuerza y elevando su capacidad? El general Casey, la división de inteligencia del estado mayor general conjunto y la CIA habían dicho de manera categórica que la insurgencia estaba ganando fuerza. Es evidente que Rumsfeld lo sabía. También le mencioné una lista de 29 preguntas que le había enviado por adelantado, y sé que al menos él le había dedicado una hora del día anterior a la preparación para la entrevista.

¿Cuándo fue eso? preguntó Rumsfeld.

Hace seis semanas, le respondí. La pregunta sobre la mesa era si él estaba de acuerdo o no con que la insurgencia en la guerra de Irak estaba ganando fuerza. Estaba preparado para un momento puro al estilo Rumsfeld, y no me decepcionó.

“¡Caramba! No sé,” respondió el Secretario de Defensa. “No quiero hacer comentarios sobre eso. Leo tantos de esos informes de inteligencia,” -yo nunca dije que era un informe de inteligencia- “y son demasiados. En un día determinado, puedo ver informes de una u otra agencia, entonces le preguntaré a Casey o a Abizaid lo que piensan al respecto, o a Pete Pace, '¿Ese es tu punto de vista? Intentaré e indagaré y veré lo que piensan las personas. Pero eso cambia de un mes a otro. No voy a volver y decir que estoy de acuerdo o en desacuerdo con algo como eso.”

Él estaba en lo cierto al decir que podía haber cambios de un mes a otro, pero –como era de su conocimiento- la evaluación y la tendencia general era visible, perceptible y considerablemente peor.

Le pregunté a Rumsfeld cuál era la perspectiva mejor y más optimista para el logro de un resultado positivo en Irak.

“Este negocio es feo,” respondió. “Es duro. No existe el término mejor. Es una cuesta larga y difícil, creo que escribí hace algunos años. Estamos enfrentando una serie de desafíos que difieren de lo que nuestro país puede entender. Difieren de lo que nuestro Congreso puede entender. Difieren de lo que nuestro gobierno puede entender; es muy probable que una gran parte de nuestro gobierno lo entienda y este organizado, entrenado o equipado para enfrentarlo o encararlo. Estamos lidiando con enemigos que pueden penetrar nuestros círculos.” El enemigo puede moverse con rapidez, afirmó. “No tiene parlamentos ni sistemas burocráticos ni propiedades que defender, para interactuar, lidiar o enfrentar. Pueden hacer lo que desean. No tienen que responder por sus mentiras o por el asesinato de hombres, mujeres y niños inocentes.”

“Hay algo en las decisiones políticas en Estados Unidos, no pueden aceptar al enemigo asesinando a hombres, mujeres y niños inocentes y decapitando personas, sin embargo no son tolerantes con el soldado que hace algo que no debió hacer."

¿Es usted optimista? le pregunté.

Rumsfeld me miró y continuó. Tres de sus colaboradores que estaban sentados con nosotros a la mesa en su despacho no pudieron evitar el sentirse sorprendidos al ver cómo Rumsfeld continuaba sin responder mi pregunta.

“Estamos luchando en la primera guerra en la historia de este nuevo siglo,” continuó diciendo, “y con todas estas nuevas realidades, con una organización de la era industrial en un entorno que no se ha adaptado ni ajustado, un entorno público que no se ha adaptado ni ajustado.”

Al final de la segunda entrevista, cité al ex secretario de defensa Robert McNamara, quien afirmó: “Todo comandante militar que sea honesto con usted dirá que ha cometido errores que han costado vidas.”

¡Aja! dijo Rumsfeld.

¿Eso es correcto?

“No sé. Supongo que un comandante militar…”

“Que es usted,” lo interrumpí.

“No, no lo soy,” dijo el secretario de defensa.

“Si, señor,” dije.

“No, no. Bueno.”

“Si. Si.” Dije yo levantando mi mano al aire y mostrando su jerarquía. “Es comandante en jefe, secretario de defensa, comandante combatiente.”

“Puedo ver a un comandante militar vestido de uniforme, participando en un conflicto y teniendo que tomar decisiones que pueden dar como resultado que personas vivan o mueran y eso pudiera ser una verdad. Por cierto, veamos la línea de mando en la parte civil, la del presidente y la mía; usted pudiera, sin dirección alguna, a dos o tres pasos de distancia, presentar sus argumentos.”

¿Sin dirección alguna? ¿A dos o tres pasos de distancia? Era inexplicable. Rumsfeld había dedicado tiempo a insistir en la línea de mando. Él era el que tenía el control, no el estado mayor general conjunto, ni el ejército uniformado, ni el Consejo de Seguridad Nacional ni su personal, ni los críticos, ni los censuradores. ¿Cómo es que él no podía ver cuál era su función y responsabilidad?

No pudiera pensar en nada más que decir.

Bill Murphy, hijo, y Christine Parthemore realizaron contribuciones a este artículo.
Adaptado de “Estado de Negación”, escrito por Bob Woodward. Publicado por Simon & Shuster.
© 2006 Bob Woodward. Nota del autor: Casi toda la información que aparece en “Estado de Negación” ha sido tomada de entrevistas realizadas al equipo de seguridad nacional del presidente Bush, sus vicejefes, y otros actores de alto nivel importantes en el gobierno, responsables del ejército, la diplomacia y de los servicios de inteligencia en la guerra en Irak.

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